Una tarde en las Ruinas de San Ignacio
Están ubicadas en la provincia de Misiones, a 60 kilómetros de Posadas, hacia el norte, por la Ruta Nacional 12. En esa zona hay tres localidades que tienen ruinas jesuíticas. En el municipio de Candelaria están los vestigios de Nuestra Señora de Loreto y a escasos kilómetros se encuentran Santa Ana y San Ignacio en los municipios del mismo nombre.
Son localidades cuyos nombres remiten a la evangelización de la población autóctona, los guaraníes, a través de la religión católica. Las misiones jesuíticas representan el primer paso de una organización social, montada alrededor de la religión católica, en el medio de la colonización española.
Se instalaron en la Argentina en los siglos XVI y XVII. Eran construcciones que respetaron el mismo patrón. Alrededor de una plaza central se distribuían la iglesia, la Casa de los Padres, el cementerio, las viviendas y el cabildo.
La historia dice que la misión San Ignacio Mini fue dirigida por los sacerdotes José Cataldino y Simón Maceta en la región que los nativos llamaban Guayrá y los españoles llamaron La Pinería, en el actual estado de Paraná, alrededor de 1610. Más tarde, en 1631, la mayor parte de las reducciones fueron asediadas y destruidas por los bandeirantes paulistas o mamelucos. Eran portugueses. Las defensas que usaron para defenderse del asedio están todavía ahí, en estas ruinas, en este espacio, en esas piedras enormes y en esas construcciones fabulosas, rodeadas por el silencio de un pueblo tranquilo. San Ignacio en la provincia de Misiones.
La leyenda dice que en 1630 se retiraron de la zona denominada Paranaima y llegaron donde están en la actualidad, en 1696. Construyeron una misión que fue de resistencia, que los mismos padres entrenaron para resistir los ataques de los portugueses. Esas luchas cuerpo a cuerpo están impregnadas en esas piedras. Es realmente intrigante lo que se siente en ese lugar.
San Ignacio es la que está casi intacta. Fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad en le década del ochenta y son un atractivo turístico increíble.
Lo primero que se observa es una vegetación muy verde y conservada en un predio cerrado. El césped está muy verde y es la base donde se sostiene ese maravilloso entorno natural que contiene a esos monumentos que crearon los primeros colonizadores de estas tierras.
La Reducción Jesuítica San Ignacio Miní, junto con las de Nuestra Señora de Loreto, Santa Ana y Santa María la Mayor (ubicadas en la Argentina) fueron declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1984.
El recorrido de las ruinas se puede hacer solo o con un guía. Elegimos hacerlo solos y es inevitable trasladarse mentalmente al pasado para averiguar cómo vivieron en ese entorno primitivo, los curas y los indígenas.
Al caminar entre sus calles se percibe la sensación de estar viendo las diversas actividades que los curas les enseñaban a los indígenas, eran guaraníes, en su mayoría, y de distintas tribus cercanas y muy similares.
Caminar entre esos recovecos rodeados de vegetación selvática es casi una expedición al pasado. El lugar provoca una especie de aislamiento interno, muy personal que remite a imágenes de los días en la Reducción. Los talleres que eran un sector especial, donde los curas daban clases de oficios como carpintería, alfarería, herrería con metales como la plata, el oro y hierro.
San Ignacio Miní, fue fundada a comienzos del siglo XVII para evangelizar a los nativos guaraníes, por el padre jesuita San Roque González de Santa Cruz el mismo que ordenó construir una plaza Mayor, que hoy luce como un enorme predio con un césped siempre verde increíble y rodeado por los antiguos edificios. Al cruzar la plaza se llega la Iglesia Mayor o la casa de los sacerdotes. A los costados se ubican los talleres alineados con toda regularidad, luego las casas de los indígenas. También la casa de los misioneros que presentaba la misma configuración que las viviendas de los sacerdotes, con la excepción de una cerca de tacuaras que constituía la clausura religiosa. Se practicaba la igualdad como método para ganarse la confianza de los indígenas. Las puertas de la Iglesia que cerraban la entrada eran, según antiguas crónicas, de madera ricamente talladas. Se sabe que la Iglesia tenía un púlpito dorado, esculturas, pinturas, y un altar mayor también tallado en madera.
La expulsión de los jesuitas llegó en 1767 y constituyó un golpe irreparable a la población indígena de los pueblos originarios. Rápidamente su número de personas decreció sensiblemente, reduciéndose a menos de un cuarto de la cantidad de sus pobladores. La subsistencia de estos pueblos, también disminuyó la producción de alimentos y hubo una merma de 500.000 cabezas en el ganado vacuno.
Toda esa tragedia de la humanidad, de los pueblos originarios de América del Sur, sufrió vejaciones y masacres. En San Ignacio está reflejada ese dramático relato histórico que va del bienestar y el aprendizaje y el avance intelectual que generaba la religión a la muerte por hambre y castigo corporal. Todo aquello, hace suponer que en otros momentos históricos la Iglesia católica fue la causa, en lugar de la solución.